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domingo, 14 de octubre de 2012

MIS RELATOS

Ando rebuscando entre viejos relatos olvidados en un pen drive de mi escritorio. Quiero pulirlos para junto con otros que estoy preparando, otros que tengo en mente y los premiados en algún certamen, preparar un recopilatorio con intención de publicarlos. No sé si será posible. Aquí dejo el más reciente de todos, ya que lo escribí ayer por la tarde y tiene como telón de fondo la actual crisis. Dejo también tres enlaces de este mismo blog donde todo el que lo desee puede leer alguno más. Son relatos con protagonistas castigados, a los que la vida no ha tratado bien. Individuos que se han encontrado con esa parte oscura que tarde o temprano mucha gente ha debido afrontar. Se trata de pequeñas historias que tratan de hace recapacitar sobre lo frágil de nuestra existencia. Espero no deprimiros.


CAÍDA LIBRE



Pronto llegará el invierno. El primero que pasaré en mi actual situación. Lejos quedan los buenos tiempos en que disponía de trabajo, piso en la zona noble de Barcelona y coche de los de exhibir arrogancia. Precisamente el coche fue lo último que perdí. Durante meses permaneció aparcado en la misma calle, sirviéndome de dormitorio donde pasar las noches, hasta que un día la grúa municipal se lo llevó junto con las mantas y mis últimas pertenencias personales que guardaba en el maletero, desprendiéndome así de la última conexión asociada a una sociedad de consumo a la que ya no pertenecía. Ahora busco cartones que me sirvan de colchón y una entidad bancaria que no disponga ya de inquilinos nocturnos.

Hace tiempo que dejé de maldecir mi mala suerte pasando al siguiente paso: el de admitir mi nueva realidad. Primero perdí mi empleo, dos años después la prestación de paro, luego el piso y así todo lo demás, incluida la dignidad y mi habitual sonrisa seductora. Soy otro bien diferente; un tipo triste y taciturno… un mendigo, aunque me duela atribuirme este calificativo que siempre creí destinado al último escalafón de individuos que componen la sociedad, tipos con la desgracia de contraer alguna clase de desequilibrio mental, cuya degeneración finalmente consigue verterles en el oscuro pozo de la marginalidad. Nunca pensé en que un acomodado ejecutivo como yo podía acabar convertido en un pordiosero de negras uñas y mugrienta barba.

Me siento envejecido, sucio, malcarado, aislado del resto del mundo. Difícilmente hablo con nadie, casi ni con los voluntarios del comedor social. Me visto con prendas que me dan en las iglesias y apenas me aseo.

Años atrás ansiaba ser alguien, conseguir reconocimiento gracias a mi talento escribiendo. Tres novelas auto publicadas glorificaban mi ego, cuando realmente jamás una editorial apostó por mi obra. Publicaba gracias a disponer del dinero suficiente para invertir en promocionar cada novela. Podía pagarme las correcciones, maquetación, portadas, impresión, y las presentaciones de mis obras en librerías o salas polivalentes en centros comerciales, donde accesibles solteronas acudían en busca de un ejemplar dedicado. Lectoras habituales de revistas del corazón que sucumbían ante los encantos de mi atractiva y estudiada presencia de dandi de cabello engominado y lustroso traje comprado para la ocasión en El Corte Inglés. Fingidas emociones bien coreografiadas ante los elogios de mis obras, acicaladas con artificiosos agradecimientos con el único y disimulado propósito de que las cacatúas se evaporasen pronto, no sin antes haber pasado por caja. Ahora ni las putas de las Ramblas me dedican una mirada, ni siquiera de repulsa. Las cándidas damas que compraban mis novelas serían ahora incapaces de reconocerme al pasar a mi lado.

De madrugada, mientras riegan las calles y los transportistas descargan sus camionetas junto al mercado de la Boquería, rebusco entre las papeleras en busca de un vaso de porespán del Burguer King. Lo destapo y apuro los últimos restos de Coca Cola desbravada. Ese día me servirá como receptor de la limosna de alguna anciana. Me apoyo en la fachada de la iglesia del Pi y extiendo el vaso. Poco tardan en llegar los indigentes habituales del barrio gótico que me echan entre empujones y patadas. Un joven de indumentaria punkie que fuma un apestoso porro se apiada de mí y me aleja de mis agresores cagándose en su puta madre. Me da cinco euros que me hace prometer que los emplearé en comprar algo para comer. En un badulaque paquistaní me compro un sándwich envasado y un tetra break de vino Don Simón. Me pongo a comer sentado en el espigón del puerto, con el monumento de Colón a mi espalda. Recuerdo que con mis conocidos solía bromear sobre el descubridor. << Me gustaría tener la memoria de Cristobal Colón >>, decía yo, a lo que los incautos respondían << ¿Tan buena memoria tenía? >> Y yo, deseando que me hiciesen esa pregunta para caer como presas en una trampa, respondía: << Supongo que sí. Por lo menos al pie de su monumento hay una inscripción que dice: “A la memoria de Cristóbal Colón “ >>

Miro el agua. Docenas de oscuros peces la sacuden batiéndose en enérgico combate por las migas que acabo de verter al mar. De un trago apuro el vino y me pongo en pie. Dirijo otra mirada al mar. Muchas veces he pensado en lanzarme, aprovechando que no sé nadar, y poner punto final a mi deplorable existencia, pero me faltan huevos y me sobran motivos para hacerlo.

Tiro los envases en una papelera de la que rescato un periódico de ayer. Más paro y crisis, leo. Más miseria. Lo devuelvo a la papelera y me adentro por entre las callejas del Raval, donde cuando dispongo de algunas monedas, frecuento oscuros tugurios en los que sirven vinos baratos y tapas que merecerían reposar en el cubo de basura en lugar de hacerlo sobre un plato. Me tomo un quinto y una banderilla rodeado de marchitas putas, gais en busca de rollo, camellos marroquís, imberbes chaperos y travestis pasados de peso. Quién me hubiese dicho que me vería así, cuando en mis buenos momentos jugaba al pádel en un club de Pedralbes, frecuentaba el Luz de Gas y comía a la carta en el Botafumeiro.

Deambulo sin rumbo por estrechos callejones de desconchadas fachadas centenarias que apestan a orines y que están encapotados de un perpetuo entoldado de ropa tendida. Cerca del Teatro del Liceo una retorcida niña pide limosna mostrando sus deformidades. Los que la ven retiran la mirada con repulsión. Parece que la hayan dejado tirada en esa esquina como un despojo humano. A pesar del puntillo provocado por el litro de vino y el quinto, me compadezco de ella. Sí, es cierto, me he convertido en un mendigo borracho cuya única posesión preciada es el roñoso y caduco abrigo que llevo puesto desde que me lo dieron en Cáritas, pero si algo en mí ha transformado la terrible devastación de la miseria es sin duda mi corazón. Rebusco en el único bolsillo sin agujeros que me queda y le entrego las monedas que tengo, algo menos de un euro, el sobrante de los cinco que me dio el punkie. Para ser capaz de esbozar una sonrisa agradecida, la joven tullida parece obligada a tener que mover todos los músculos de su compungida cara.

Los guiris comienzan a pasear sus estúpidas sonrisas y sus sandalias con calcetines de colores por la Rambla y la urbana nos hecha a los indeseables en dirección a las calles permitidas a los marginales. Hoy hará un buen día. A pesar de ser otoño hará calor y el sol será otra vez testigo de un nuevo día en mi vida, sin más destino que el que la calle me quiera proporcionar.

En tiempos pasados fui feliz directivo de una multinacional, soltero codiciado por varias hermosas mujeres que pasaron por mi cama, intentando complacerme más de lo debido con el objetivo de convertirse en la elegida para llevar una sobrada vida de excesos y placeres. Pero eso se esfumó junto a la solvencia de la empresa. La abundancia dio paso a la escasez y el lujo se tornó en miseria. Si por lo menos mi truncada carrera como escritor de éxito hubiese prosperado, si por lo menos hubiese sido capaz de escribir bien. Publiqué porque pagué por ello, pero la valía no se compra con dinero.

Antes tiraba a la basura ropa cara y ordenadores más que aprovechables que substituía por el último modelo, y ahora escarbo mi subsistencia buscando algo que poder vender en los mismos cubos en los que antes depositaba mi exceso de autoestima. Abro uno de ellos. Algo me llama la atención. Aparto la bolsa de basura rota que derrama restos de comida putrefacta, junto aquello que suscita mi interés. De entre la porquería rescato sendos ejemplares de dos de mis novelas. Una mujer llamada Adela, según reza la dedicatoria, debió adquirirlas en mis presentaciones. Adela ha decidido ahora concederles el triste final de acabar sus días cubiertos de inmundicia, un final casualmente muy parecido al de su autor. Los limpio a conciencia con un papel de periódico y una vez adecentados me los llevo. Me niego a que acaben en un vertedero. Les arranco la hoja de la dedicatoria, enojado con la tal Adela, y me dirijo a un centro de jubilados. Allí disponen de una biblioteca en donde la encargada deposita los ejemplares en un estante después de agradecerme la donación. Por descontado y con mi aspecto, no le digo que soy el autor, sino que los encontré rebuscando entre la basura.



Al Segar




Enlaces a otros relatos:


http://www.alsegar.blogspot.com.es/2012/03/otro-premio.html

http://www.alsegar.blogspot.com.es/2011/08/lee-aqui-el-desafio.html

http://www.alsegar.blogspot.com.es/p/kent.html


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