titulo

BIENVENIDOS




Anticipo

Prólogo

La sierra del Montbaig-Montpedrós, es un pequeño paraíso montañoso declarado parque forestal. Debe su nombre a sus dos cumbres más emblemáticas, a pesar de que con el paso del tiempo, estas han terminado siendo reconocidas gracias a las dos populares ermitas que se encuentran en sus cimas. En el Montbaig se encuentra la ermita de Sant Ramón, construida en el mismo lugar en donde había existido un poblado ibero-romano. La ermita de Sant Antoni construida con los restos del antiguo castillo de Cervelló, corona el Montpedrós. Su enclave en el pre litoral barcelonés, al abrigo de otras cadenas montañosas mayores y más conocidas como el Ordal, la sierra de Collserola y el macizo del Garraf, de cuyo bloque geológico forma parte, las convierte en populares y concurridas. Alrededor de estas montañas orbitan localidades como Sant Boi, Sant Climent, o Torrelles, entre otras. Los amantes de este conjunto montañoso perteneciente a la denominada Sierra Costera Catalana, coinciden en admitir que desprenden sobre quien las contempla un extraño sentimiento. Algunos cronistas locales incluso las describen como dotadas de una fuerte personalidad propia.

En este apacible paraje, la naturaleza exhibe su abrupto esplendor a todo aquel que guste de disfrutar de la exquisitez de su verde y frondoso ecosistema, generoso además de fértiles tierras. Desde tiempos que se pierden en la memoria, sus entrañas han nutrido de vida a los extensos campos de cultivo. Las viñas de antaño han dado paso a diversas explotaciones agrícolas, con predominio de la apreciada cereza, codiciada joya purpúrea de elogiado sabor, elevada a los altares del buen gusto con la sola mención de su procedencia. En las laderas de las montañas pueden verse alineados los escalonados y zigzagueantes bancales de cerezos que actualmente ocupan el espacio donde remotamente lo hicieron las viñas, desaparecidas tras la llegada de la plaga de la filoxera. A pesar de la generosa fecundidad de este paraje, con el paso de los años las actividades agrícolas han disminuido considerablemente. El abandono de los campos de cultivo ha favorecido la proliferación de matorrales y maquias que han ido ocupando antiguos sembrados y prados que en otros tiempos sirvieron de pasto para los rebaños.

Tras este proceso de abandono de antiguas viñas, olivos, almendros y algarrobos, el pino blanco ha jugado un importante papel. Esta especie ha ido ganando terreno, reconquistando para el bosque los antiguos campos de cultivo.

Por la solemne orografía del Montbaig-Montpedrós, discurren multitud de caminos y senderos, dispuestos a modo de venoso entramado, al que dan vida paseantes, ciclistas, o excursionistas de fin de semana. Todos ellos se deleitan disfrutando del gratuito acogimiento ofrecido por la exultante belleza de este puñado de hectáreas. Un continuo repertorio de laderas, valles, bosques y cimas de exquisito esplendor. Sus hondonadas más impenetrables recuerdan a una selva tropical en las que los zarzales, hiedras y vilortas forman lianas entre la espesura, contribuyendo a moldear una sorprendente imagen selvática en pleno litoral mediterráneo. Dejando volar la imaginación, se podría fantasear con la idea de que un mitológico titán de épocas remotas, hubiese arrebatado al majestuoso Pirineo una porción de sus más bellos paisajes, depositándolos aquí, como personal ofrenda al Mediterráneo. Desde sus más elevadas pero modestas cimas, ya que en ningún caso llegan a los cuatrocientos metros, se puede contemplar como en el horizonte sus tranquilas aguas se fusionan con el cielo, convirtiendo estas cumbres en privilegiados balcones al mar. La montaña de Sant Ramón, con su entrañable ermita es uno de los más claros ejemplos. Desde su mirador puede llegar a divisarse, en días muy claros, la sierra de Tramontana de la isla de Mallorca. También destaca Can Cartró, el punto más elevado del municipio de Sant Boi de Llobregat, donde hasta el siglo pasado existía un enorme pino ya desaparecido por la acción de un rayo, y que servía como guía a los marineros, a quienes advertía de la proximidad de tierra firme.

Flanqueada entre las montañas y el río Llobregat se acurruca la acogedora localidad de Sant Boi de Llobregat. Salpicando la cromática estampa de la porción de sierra perteneciente al municipio, en la que predominan los pinos y las encinas, surgen de entre el tupido bosque mediterráneo, como tímidas legatarias de la extensa historia acumulada entre sus consistentes paredes, multitud de masías, fieles espectadoras del paso del tiempo. Sólidas supervivientes en las crónicas de múltiples cambios políticos y sociales. Alguna, como la de Santa Bárbara que originariamente fue una fortaleza, aunque restaurada, conserva vestigios en los muros de la pared norte, que datan del siglo X en que fue edificada. El resto, mayoritariamente se construyeron entre los siglos XV y XVII, períodos de gran expansión de estas tradicionales construcciones. Masías que han perdurado como impávidas testigos de épocas de prosperidad, adversidad, así como de tragedias y traiciones derivadas del odio y el rencor. A lo largo de su historia, estas típicas viviendas han disfrutado de una sucesión de propietarios de muy diferente índole. Otras sin embargo, han pertenecido desde siempre a la misma familia, manteniendo el nombre y la estirpe de sus moradores. Un ejemplo de continuidad familiar es la masía del Rat Penat, hoy en estado casi ruinoso. La decadente construcción comparte ubicación en el valle del Llor junto a otras masías como la propia Santa Bárbara, can Pubill, o can Palós. Su actual y anciano propietario se esfuerza por mantener viva la memoria familiar, que se remonta a cuatrocientos años de antigüedad. Un linaje del que se siente orgulloso, a pesar de que su apellido estuvo asociado en tiempos remotos a secretos inconfesables relacionados con violentos acontecimientos. Un turbio pasado rodeado de misticismo, no exento de su particular dosis de relato sobrenatural.

En el siglo XVII, la masía del Rat Penat fue adquirida por unos antepasados del actual propietario llamados Martí y Rosa, que tenían un hijo llamado Blai. Con el tiempo a Blai Pont, hombre justo y trabajador, una serie de injusticias comunes de la época que le tocó vivir, le condujeron a adoptar una vida fuera de la ley.



















Traducción de un cuento recopilado por Jacint Verdaguer en que se menciona la localidad de Sant Boi y su conocido hospital psiquiátrico inaugurado el año 1854 por el médico Antoni Pujades.



EL LOCO DE MATARÓ

En Mataró había un hombre perturbado, que hacía de las suyas con gran disgusto del vecindario y sobre todo de su familia. Esta pensó encerrarlo en Sant Boi y pidió consejo al señor alcalde. El señor alcalde que era muy sensato, les respondió:

-¡Por supuesto! Hacedlo venir.

Le hicieron ir, y el alcalde le preguntó si quería dar un paseo con él.

-¿Quiere usted ir muy lejos? –preguntó el loco.

-A Barcelona, y, si una vez allí estamos animados a caminar, tal vez todavía iríamos un poco más allá.

-Basta, no se hable más. Vámonos –contestó el loco.

Y dicho y hecho, tomaron un carruaje y hacia Barcelona que allí parece que hace falta gente. Una vez llegaron, como quien va a dar un paseo por la plana del Llobregat, se dejaron caer por Sant Boi. El loco, que no lo era del todo, se olió alguna cosa sobre las intenciones de su acompañante y antes de llegar al manicomio bajó del carruaje y se encaminó hacia él, avanzándose un poco. Llamó y dijo que traía a un loco que tenía la manía de que era el alcalde de Mataró. En el momento en que éste llegó, los porteros procedieron a encerrarle, y cuanto más gritaba que era el alcalde, más fuerte le sujetaban, hasta que consiguieron recluirle dentro. Lo que costó deshacer el entuerto urdido por aquella cabeza que creían sin cerebro, y que no se dejó encerrar en su locura, consiguiendo a cambio haber enjaulado al señor alcalde de Mataró.













































1.

EL PRAT DEL LLOBREGAT (BARCELONA), AÑO 1652

Caía la noche cuando cinco individuos de inquietante aspecto llegados a caballo, accedían al interior de la lúgubre taberna de paredes estucadas de mugre; un sombrío garito de dimensiones inciertas, dividido en varios espacios de desiguales proporciones situados a diferentes niveles del pegajoso suelo de piedra gris. El local que atendía al nombre de “El Galeón del Murciélago”, estaba repleto de almas perdidas que emanaban desolación. Sus rostros reflejaban una infelicidad que temporalmente intentaban evadir, auxiliados por los efectos eufóricos del vino peleón. La cavernosa taberna finalizaba donde las gruesas vigas de madera y la moribunda iluminación se fusionaban, convirtiendo sus límites en una tétrica amalgama, que velaba en la casi absoluta oscuridad los furtivos movimientos de individuos de dudosa calaña y esquivo comportamiento, haciendo intuir que dedicaban su tiempo a cerrar negocios de incierta honradez. La precaria iluminación existente procedía de unas lámparas de aceite situadas en puntos estratégicos, sujetas en columnas que alguna vez fueron blancas. Permitían ver lo único que parecía interesante de aquel desamparado lugar: las enormes y rancias barricas que parecían fosilizadas en su ubicación tras la barra desde tiempos inmemoriales. De ellas, el tabernero rellenaba sin tregua gran cantidad de vasijas y jarras de vino, único sustento de un elenco de cuerpos hediondos, castigados por años de alcohol y vidas condenadas al tormento de sufridas existencias. Los mezquinos feligreses asiduos a la embriaguez, dormitaban, cantaban, o se peleaban por simplezas, como único anhelo posible a su dramática realidad. La taberna estaba emplazada en la costera población de El Prat del Llobregat. En sus buenos tiempos esta localidad había congregado dos tipos de población diferenciada: una dedicada a la pesca y otra que cultivaba los extensos prados del municipio. Las guerras, el hambre, y las persistentes plagas, habían desvanecido en la memoria los tiempos de opulencia, dando paso a una vida centrada exclusivamente en la elemental supervivencia diaria. Las miradas de los parroquianos rápidamente apuntaron a los cinco recién llegados, quienes simplemente con su desafiante entrada habían logrado imponer al unísono el silencio absoluto. Su peculiar vestimenta pronto reveló su condición. Sin llegar a completar ninguno de ellos un uniforme completo, todos vestían alguna prenda militar, al tiempo que iban fuertemente armados.

-Corsarios –murmuró alguien.

El silencio presidía el amenazante avance de los corsarios. Su temible porte aumentaba favorecido por la tétrica opacidad ofrecida por la insignificante iluminación de la taberna. Su presencia desestabilizaba la rutina del local. En su lenta peregrinación en busca de una ubicación adecuada, miraban desconfiados a izquierda y derecha, pendientes de cualquier movimiento sospechoso que les facilitase el uso de sus armas, que parecían ansiosos por desenfundar. Dejaron atrás la zona más amplia y cercana a la entrada, cruzando otra repleta de mesas apiñadas ocupadas por borrachos semiinconscientes con cara de vómito; algunos tan ebrios que dormían caídos sobre ellas, sujetando todavía las jarras con sus manos sin percatarse de su llegada. Subieron tres escalones que daban acceso a un área provista de una sola mesa, que disfrutaba de una visión privilegiada de todo el local. El techo abovedado le confería a dicho espacio un aspecto de oscura cueva. Los cuatro tipos de aspecto grasiento sentados en ella se apresuraron a cederla a los recién llegados. Los cinco corsarios se jactaban entre ellos, con vanidad no disimulada, que su sola presencia había provocado la huida de los asustadizos ocupantes. Se apostaron en sus respectivas sillas entre exageradas risotadas.

Todos los presentes eran conscientes de que si apreciaban sus vidas no debían provocarles, o mejor aún, ni siquiera mirarles a la cara.

Los corsarios cometían sus fechorías amparados bajo un permiso llamado patente de corso concedido por el gobierno bajo cuya bandera actuaban. Atacaban y saqueaban embarcaciones del mismo modo que lo hacían los piratas, pero solo lo hacían contra aquellas consideradas enemigas del país que les había concedido dicho permiso. Tanto los unos como los otros eran temidos por igual.

-Tráenos tu mejor vino, tabernero –exigió el que parecía el jefe y que vestía una casaca militar de oficial.

El cantinero rápidamente dispuso sobre una bandeja cinco jarras y una vasija, que llenó de la más lustrosa de las barricas, signo inequívoco de que debía contener el más selecto de los caldos que pudiese ser posible servir en semejante antro. Cuando se disponía a llevar el servicio hasta la mesa, otro de ellos, uno muy grande, con una espesa barba, calvo, con un aro en una oreja, y vestido con pantalones, botas militares y un solitario chaleco en la parte superior, que dejaba a la vista un desagradable torso peludo hasta la opacidad total, gritó con su desagradable vozarrón una nueva orden que sonó como un rugido.

-Que lo traiga tu hija –dijo con la lascivia reflejada en el rostro, mientras señalaba a una temblorosa adolescente de armoniosas curvas, que permanecía tras el mostrador abrazada a su protectora madre. Un chaval de unos diez años, apostado junto a la barra y con la rabia reflejada en el rostro quiso, en un arrebato de valentía, abalanzarse sobre los corsarios omitiendo su aplastante desventaja. A su espalda, desde las sombras, una mano enfundada en un negro guante se lo impidió sujetándole con firmeza por el hombro. Mientras la joven se dirigía hacia la mesa entre las risas de sus ocupantes y la atenta mirada del resto de los expectantes clientes, un potente trueno rasgó el cielo distrayendo la contenida curiosidad de todos los presentes por la suerte de la joven. Un relámpago llenó de luz la cavernosa tasca, arrancando un grito de admiración de los más próximos a la única ventana del local. En pocos segundos se había desatado una colosal tormenta. Una anciana que apareció como emergida de la nada, se situó junto a la ventana.

-Es el Murciélago. Los días de tormenta, regresa en busca de justicia –intimidó con su dictamen a los atemorizados borrachines que estaban alrededor de ella, mientras miraba hacia afuera. Su marcado acento sobre las erres revelaba su procedencia extranjera.

-¿Qué estás diciendo, vieja? –gritó visiblemente enojado el que vestía de oficial.

-Capitán, tal vez deberíamos marcharnos de aquí. Estos asuntos de personajes fantasmagóricos no me gustan nada. Nunca traen buenos augurios –sugirió el del torso peludo. Los otros tres secundaron su propuesta.

-¿Vais a temer a las supersticiones de viejas lunáticas, después de haber visto cientos de veces el rostro de la muerte tan cerca? –les recriminó con rabia mientras los cuatro le retiraban la mirada avergonzados por mostrar públicamente su aprensión.

A pesar del rango que parecía ostentar, el oficial mostraba un descuidado aspecto enfermizo, con barba de varios días, pelo acartonado y enjaranado por la mugre y lamparones a lo largo de su deslucido uniforme.

Un nuevo trueno de mayor intensidad que el anterior, sacudió las paredes de la taberna. Otro relámpago centelleó, tiñendo con su fulgor la playa y el cielo de un espeluznante y espectral color escarlata.

-¡He visto el galeón del Murciélago! –gritó un desastrado cojo apoyado en dos muletas, apostado junto a la ventana.

Una multitud abandonó sus posiciones, apretujándose frente al roñoso cristal que limpiaban con las raídas mangas de sus camisas, intentando poder ver algo. Todos los que pudieron alcanzar una posición privilegiada miraban hacia donde señalaba el cojo, una zona de la playa azotada por el oleaje levantado por la tormenta, con la esperanza de poder divisar el barco del que tanto habían escuchado hablar en los fantásticos relatos que hacía años pasaban de boca en boca. La noche y la lluvia solo permitían ver las barcazas de los pescadores más próximas, varadas sobre la arena.

-¡Estaba allí, a la derecha! ¡Lo he visto claramente! –insistió el tullido, desatando la ira del capitán, furioso por haber perdido protagonismo.

-¡Eso es imposible! –Aulló el capitán-. Yo mismo acabé con su vida hace más de diez años.

-¿Estás seguro de tus palabras? –preguntó la anciana esbozando una ofensiva sonrisa que hizo recorrer un escalofrío por la espalda del corsario.

-Esa alimaña recibió lo que se merecía. Morir como una rata y ser pasto de los buitres –respondió éste con la mirada encendida por el odio.

En esta ocasión el chaval consiguió zafarse de cualquier contención y corrió abalanzándose hacia el capitán. De un salto salvó los tres peldaños de desnivel que le separaban del lugar que ocupaban los cinco hombres, pero antes de contactar con el corsario, éste extendió la pierna propinándole una tremenda patada que le lanzó varios metros más allá haciéndole rodar sobre el duro y grumoso suelo. Su travesía por el enlosado se frenó cuando impactó contra algo más negro que la propia oscuridad. Entre las sombras se ocultaba alguien que detuvo su caída. Aturdido por el golpe el niño distinguió las relucientes hebillas de unas lustrosas botas negras. Seguidamente, la mano enfundada en un negro guante, seguramente la misma que anteriormente había frenado su arrebato de coraje, emergió de la penumbra ofreciéndole ayuda para incorporarse.

-No debías haber hecho eso –le reprochó la anciana al capitán, quien habiendo arrinconado su altanería, se mostraba ahora más inquieto.

-¡Cállate vieja! ¡Sólo es un mocoso comido por los chinches! –gritó iracundo dando un manotazo sobre la carcomida mesa, haciéndola crujir.

-Vuelves a equivocarte. Es mucho más que eso. Acabas de golpear al hijo del Murciélago –sentenció la anciana con la voz modulada a conciencia a fin de conferir a la frase un mayor tono amenazante. Mientras tanto, el muchacho ya se había incorporado ayudado por aquel extraño surgido de las sombras y que vestía enteramente de negro.

-Mi hijo –añadió con voz rotunda el oscuro individuo abandonando las tinieblas que le camuflaban.

La inestable llama de la lámpara junto a la que se había situado permitía verle con claridad. Se trataba de un hombre atractivo, bien afeitado, corpulento y que recogía su melena en una cola. Vestía enfundado en un atuendo íntegramente negro, desde las botas, los guantes y el sombrero de ala ancha con plumas, al pantalón, camisa, chaleco y capa. El capitán le miraba impávido mientras sus compinches se ponían en pie y echaban mano a sus armas con intención de desenfundar. Antes de conseguirlo, cada uno de ellos sintió el punzante filo de una espada presionándoles el cuello.

-Mis hombres mantendrán a raya a los tuyos mientras tú y yo saldamos definitivamente nuestros asuntos pendientes –dijo con pausada calma el Murciélago mientras se acercaba lentamente hacia ellos caminando con paso decidido entre la estupefacta clientela de la taberna.

-Han pasado muchos años –apuntó el capitán.

-Doce, para ser exactos –precisó el Murciélago.

-Por favor señores… -suplicó el tabernero.

-Descuida. –Respondió el Murciélago en tono conciliador-. Saldaremos nuestras diferencias afuera. Capitán Vergara, le ruego me acompañe.

El oficial descendió los tres peldaños en silencio, con el pecho henchido de fingido arrojo, mientras acariciaba con la palma de la mano la empuñadura de su espada. Al llegar junto a su oponente, este le cedió el paso con ademán educado mientras depositaba sobre una mesa su emplumado sombrero y la capa. Se dirigieron miradas de difícil descripción, pero que indudablemente revelaban que antaño sus caminos se habían cruzado en circunstancias poco amistosas. Ambos salieron por la puerta trasera del local, que quedó prácticamente vacío tras ser seguidos a una distancia prudencial por una nube de parroquianos, que contemplaron atónitos como se dirigían hacia la playa. Tan solo los otros cuatro corsarios, custodiados por otros tantos hombres del Murciélago, permanecían apostados junto a la ventana dispuestos a presenciar el enfrentamiento. La lluvia caía con fuerza y pronto los dos adversarios tenían sus vestimentas totalmente empapadas. Se situaron en un espacio despejado, sobre la arena, cerca de las barcas de los pescadores y dispuestos a desenvainar sus espadas en cualquier momento. Refugiados de la tempestad bajo el amplio porche de la parte trasera de la cantina, permanecían apiñados los expectantes clientes, convertidos en discretos espectadores. Vergara se quitó la casaca de oficial y la colgó del extremo de un remo que sobresalía de una destartalada chalupa bautizada con el premonitorio nombre de “Combativa”. Podría decirse que en la mirada que el capitán le dedicó a la prenda podía leerse una despedida definitiva.

-¡Pensé que en nuestro último encuentro te había mandado al infierno! – exclamó Vergara mientras desenfundaba su espada intentando minar la moral de su oponente.

-Nunca bajé del todo a las tinieblas, aunque he estado en lugares que se le parecen bastante. El diablo está dispuesto a esperarme hasta que te haga confesar aquello de lo que te has empeñado en ser tan celoso guardián durante todos estos años –respondió el Murciélago desenvainando su propio sable.

-¡Nunca sabrás que fue de Patricia! – voceó Vergara mientras arremetía contra su adversario, que detuvo su envite sin esfuerzo.

-La rabia no es recomendable en el combate cuerpo a cuerpo. Anula la eficacia. Un experimentado oficial del tercio como tú debería saberlo.

Como respuesta, el capitán lanzó una serie de violentos y descontrolados mandobles nuevamente repelidos con habilidad.

-Doce años de corsario han envilecido la finura de tu destreza con la espada – ironizó el Murciélago con templanza.

Su oponente bajó el brazo derecho con el que sujetaba el acero, hasta que la punta de éste se enterró en la arena. Con la manga del izquierdo retiró de su rostro el agua de la lluvia. Volvió a enarbolarla y avanzó hacia su rival chapoteando sobre la encharcada playa, con la mirada encendida por la ira. El odio se adueñaba de sus movimientos volviéndolos imprecisos. Elevó la espada asiéndola con ambas manos y arremetió con virulencia. En esta ocasión su contrincante aparte de esquivarle, contraatacó produciéndole un profundo corte en el muslo de una pierna que obligó al capitán a clavar la rodilla en la arena, al tiempo que aullaba un desgarrador grito de dolor. Apoyándose en su arma se incorporó con dificultad. Arrastrando la pierna herida cruzó un nuevo sablazo contra su rival, con tan poco rigor que éste no tuvo ni que moverse de su posición para esquivarlo. Con la respiración entrecortada hizo acopio de fuerzas volviendo a lanzar una nueva embestida que el Murciélago repelió con un sutil movimiento que le produjo un nuevo tajo en el hombro izquierdo. Vergara gritó de dolor pegando el brazo herido a su cuerpo. Caminaba encorvado, dando bandazos, con la ropa teñida de carmesí producto del efecto diluyente del agua de la lluvia. Se irguió, sacando los restos que le quedaban de su lacerada honra. Las heridas en su orgullo parecían dolerle más que las producidas por el afilado acero.

-¿Vamos a continuar mucho tiempo más con esta patética comedia que no conduce a nada? –expuso el Murciélago con los brazos abiertos-. Dime ya lo que quiero saber y acabemos esto de una vez por todas, marchándonos cada uno por nuestro camino.

Como respuesta, el capitán se abalanzó tambaleante contra él. Alzó su arma y atacó. Su contrincante respondió con un sutil movimiento que terminó por desarmarle. En posesión de ambas espadas, el vencedor miraba al derrotado, arrodillado en el suelo, encogido, empapado, humillado. Ayudándose de la pierna y el brazo sanos se puso en pie y le dio la espalda a su adversario.

-Nunca sabrás que fue de ella. Juré que si no era para mí, no sería para nadie –expuso entre dientes con rencor.

Dicho esto se alejó de él, caminando a trompicones en dirección al mar ante la extrañeza de todos. Se detuvo junto a una de las barcas de la que sobresalía un afilado arpón. Se giró y miró al Murciélago esbozando una maquiavélica sonrisa.

-Es un secreto que me llevaré al infierno. Tendrás que seguirme hasta allí si quieres saberlo. Te estaré esperando –dijo con la expresión tomada por el éxtasis de la esquizofrenia del momento.

Dicho esto estiró los brazos a lo largo de su cuerpo y como si se tratase de una tabla rígida, se dejó caer de espaldas sobre el punzante extremo del arpón que le atravesó sin dificultad, arrancando entre los presentes variadas exclamaciones que aunaban en un clamor expresiones de asombro, espanto y repulsión. La mujer y la hija del tabernero se abrazaron retirando la mirada de la escena.

-¡Noooo! –gritó el Murciélago haciendo el ademán de abalanzarse sobre él con intención de detenerle.

Pero ya era tarde. Un palmo del afilado aparejo que le había entrado por la espalda, sobresalía del pecho del desafortunado Vergara. El antiguo capitán del tercio a las órdenes del monarca Felipe IV, decidió así poner fin a una existencia dominada por el odio y la violencia. Con la esperanza de que todavía le quedase un hálito de vida y que en los últimos estertores de la muerte aquel desdichado tuviese la gentileza de confesar, el Murciélago se acercó hasta el ensartado que permanecía casi de pie, recostado en el bote, con los ojos abiertos y un hilo de sangre descendiendo por su mejilla. Estaba muerto. No había nada que hacer. El oscuro vencedor, abatido, dejó caer la espada del difunto y envainó la suya, dio media vuelta y regresó consternado en dirección a la taberna. Los testigos del desenlace de la contienda le abrieron un pasillo entre el que pasó, accediendo al interior del local. Una vez dentro, se sentó en una silla junto a una mesa. Uno de sus hombres le puso una manta por los hombros facilitada por la propietaria mientras el tabernero le sirvió una jarra de vino que ni tan siquiera miró.

-Solo uno de sus compinches dice haber coincidido con doña Patricia. Cuenta que cuando Vergara se cansó de ella la abandonó en un islote para que recapacitase. Cuando días después regresaron a buscarla no había rastro de ella –le dijo el que le cubrió con la manta, señalando a los otros cuatro-. Sus hombres dicen que Vergara estaba enfermo, tenía fiebre, temblores y a menudo sufría fuertes ataques de tos en los que escupía sangre. Su salud se deterioraba a diario, dicen que esperaba empeorar en cualquier momento hasta morir.

-Eso explica que habiendo sido tan buen espadachín, me haya costado tan poco esfuerzo vencerle –dedujo el Murciélago.

Los secuaces de Vergara permanecían agrupados, expectantes y sin disimular su miedo, mientras eran custodiados por el resto de sus hombres junto a la única ventana a través de la que habían presenciado el cobarde acto de su jefe.

-Déjalos marchar, Gayarza. Debemos zarpar de inmediato. Tenemos que continuar la búsqueda. Mi intuición me dice que Patricia sigue con vida –Ordenó el Murciélago tras comprender los motivos del suicidio del capitán. Se sabía enfermo y ya no le importaba morir.

-Blai, no es que quiera cuestionar tus…

La réplica de Gayarza fue atajada por el Murciélago.

-Se lo que piensas. Crees que mi obsesión por encontrarla ha perturbado mi juicio pero todavía estoy en mis cabales. Liberad a esos cretinos y reemprendamos la búsqueda.

El tal Gayarza lanzó una mirada cargada de desolación al resto. Un movimiento de cabeza sirvió como orden para que los cuatro corsarios fuesen liberados. Previamente desprovistos de sus armas, corrieron despavoridos para desaparecer de allí en cuestión de segundos espoleando sus monturas. El hijo del Murciélago corrió a abrazarse con su padre, quien le besó en la cabeza. Luego miró a la anciana con una combinación de melancolía y agradecimiento.

-Por favor Erika, te pido que sigas cuidando de él.

La anciana asintió en silencio, respondiendo únicamente con una tierna sonrisa que mostró sus amarillentos dientes.

-Sabes que mi deber es encontrar a su madre –se justificó el Murciélago.

-Recuerda que no siempre el resultado de nuestros objetivos tiene por qué ser el deseado – insinuó la anciana.

-Gracias por tu consejo. Es algo que he meditado mucho a lo largo de todos estos años.

Luego se dirigió a su hijo.

-Algún día volveré hijo mío, y traeré conmigo a tu madre. Te lo juro.

Estaba claro que el galeón del Murciélago seguiría surcando los mares en busca de su más preciado tesoro.













































2

En la actualidad.

Carretera C-245 entre Cornellá de Llobregat y Sant Boi de Llobregat



Ya estamos cerca, o al menos eso acaba de decir mi padre. Apago mi Nintendo y desde el asiento de atrás de nuestro Seat Altea, miro el cuentakilómetros del coche. Siempre que salimos de viaje me gusta ponerlo a cero para después comprobar la distancia que recorremos. Trescientos cincuenta kilómetros desde nuestra casa de Valencia hasta donde estamos llegando, un lugar con nombre de santo, que ahora mismo no recuerdo. Según compruebo en mi reloj cerca de cuatro horas de viaje, contando con la obligada parada para hacer pis. Mi madre, sentada en el asiento del copiloto, mira con interés a izquierda y derecha como no queriendo perderse ningún detalle.

Este año nuestras vacaciones van a ser diferentes. Mis padres dicen que no podemos irnos de viaje tal y como lo hacíamos cada verano. Todo por culpa de algo que mi padre llama un ere o ero, o algo parecido; el caso es que ya no va a trabajar. Al parecer le han despedido a él y a muchos otros de la empresa en la que trabajaba.

Han insistido en lo mucho que me va a gustar el lugar elegido para pasar las vacaciones del mes de agosto. Cuando mis padres se ponen tan pesados con lo mucho que algo me va a agradar, es porqué es muy probable que no sea así. No me gustó la catequesis, ni las últimas colonias, ni la profe de este curso, ni otras cosas más que ellos decían que me iban a encantar. Lo único que me gusta es acudir dos veces por semana a la consulta de Julia. Por si acaso traigo una mochila llena de libros, mi gran pasión. Estamos circulando sobre un puente; por debajo pasa un río. En un letrero de color marrón he leído que es el Llobregat.

-¡Mira! –Grita mi madre girándose hacia atrás para reclamar mi atención. Está señalando hacia mi izquierda, en dirección a la ribera del río-. Un rebaño de ovejas.

Miro a través de la ventanilla mientras mi padre reduce la velocidad para que pueda ver bien ese montón de bichos sucios, con muchas moscas revoloteando a su alrededor. Dos perros les ladran haciéndoles cambiar la dirección de su marcha a un grupo de ellas que se alejaban del resto, manteniéndolas a todas agrupadas. No me parece un espectáculo, tal como mi madre insiste en hacerme ver.

-Desde luego, que soso eres –protesta ante mi desinterés y se gira en su asiento bruscamente, cruzando los brazos, como ofendida porque no me gusten las ovejas. Vuelvo a encender mi Nintendo; Súper Mario me parece más interesante.

Mis padres últimamente están muy nerviosos; discuten entre ellos y tienen poca paciencia conmigo. Julia que dirige un centro psico- pedagógico me dice que es normal, que tenga paciencia con ellos, porque es habitual que cuando una persona se queda sin trabajo, se vuelva más antipática y, como ella dice, irascible. Julia me cae muy bien. Me llevan a su consulta desde hace dos años, cuando se lo recomendó a mis padres la psicóloga de la escuela. Tengo un coeficiente intelectual muy por encima de la media y eso afecta a mi rendimiento, impidiendo que pueda seguir los cursos con normalidad. Gracias a Julia ahora hablo bien. Dice que mi cerebro piensa más deprisa de lo que soy capaz de hablar y eso hacía que hasta hace poco tartamudease. Ella me ha ayudado a controlarlo. Ella, y la lectura a la que dedico muchas más horas que a la consola. Leo de todo aunque siento predilección por los grandes filósofos y pensadores, clásicos y contemporáneos.

-Trata de ser agradable con el bisabuelo –me dice mi padre con ese tono de protector de familia que usa cuando vamos a ver a alguien con quien le gusta quedar bien, pretendiendo que parezcamos una familia ejemplar.

-Y no le importunes mucho –añade mi madre con tono más severo. Ella siempre le da la razón a mi padre, y él e siente orgulloso de ello-. Es muy mayor y no sabemos si le gustan los niños; tienes doce años y todavía no te conoce. Hace mucho que no venimos a visitarle.

-¿Y vosotros le gustáis? –curioseo.

-¿Por qué preguntas esa tontería? –me reprende mi madre.

-Porque me extraña mucho que en doce años no hayamos venido nunca a visitarle. ¿No queríais molestarle?

Silencio y miradas de reojo entre mis padres. Ninguno me lo aclara. Como respuesta, un simple “anda, cállate de una vez”. Lo hago y me concentro en terminar el último nivel de la última aventura de Super Mario que estrené anteayer. Empiezo a perder interés en la consola, cada vez acabo antes los juegos. La apago y me dedico a mirar el paisaje.

Pasamos junto a uno de esos letreros blancos que hay en las carreteras y que indica el nombre de la población: Sant Boi de Llobregat. Justo después, mi padre para en la gasolinera El Oasis, una de esas típicas que siempre hay en la entrada de las localidades y baja la ventanilla.

-Disculpe. Buscamos la masía del Rat Penat –le pregunta sin bajar del coche al empleado que llena el depósito de una furgoneta; un hombre grueso, de mediana edad, que chupa un palillo y va vestido con un mono azul. El hombre nos mira como en estos sitios miran a los desconocidos que llegan haciendo preguntas incómodas.

-¿Qué se les ha perdido allí? –responde el hombre poniendo el tapón al depósito y sacando un paño del bolsillo trasero del mono, tan mugriento, que dudo que sea posible limpiarse las manos con él, tal y como está haciendo.

-Somos familia del dueño. El señor Ramón Pont.

-No sabía que el viejo tuviese más familia, aparte de ese hijo chalado que desapareció hace años –responde con indiferencia-. Continúen recto, entren en el pueblo y sigan las indicaciones que les conducirán hasta la masía de Santa Bárbara, que ahora es un restaurante. Pregunten allí. Deberán tomar un camino sin asfaltar. La masía de su pariente está perdida en medio de la montaña, alejada de todo. Que tengan suerte.

-Gracias –responde educadamente mi padre subiendo el cristal.

Deja pasar unos segundos y vuelve a bajar la ventanilla reclamando la atención del empleado.

-Sepa que ese chalado que ha mencionado, es mi padre.

El hombre se encoje de hombros despreocupado. No contesta, se gira y entra en la oficina de la gasolinera sin preguntarnos si queremos llenar el depósito.

-Papá.

-¡Qué quieres! –me responde secamente.

-Nuestra familia no es muy bien vista por aquí ¿no es así?

-La envidia es muy mala hijo mío –se apresura a interceder mi madre-. La familia de tu padre tiene propiedades aquí desde hace siglos y eso no gusta a alguna gente.

-¿Qué ha querido decir con qué tengamos suerte? –pregunto.

-No tengo ni idea. A veces la gente contesta cosas difíciles de comprender. Tal vez solo sea una expresión sin importancia –responde mi padre.

Seguimos avanzando y entramos en la población. Subimos por una avenida que a la izquierda tiene edificios y a la derecha una central eléctrica y un gran cuartel militar rodeado de un muro gris con garitas en cada esquina. A continuación, a la izquierda, veo unos edificios separados entre ellos por cuidados jardines que los rodean. A la derecha en un gran parque que parece una pequeña colina, puedo ver a gente paseando por diversos caminos, y alrededor de un gran lago. Al llegar a una rotonda la calle hace bajada. Continuamos y atravesamos otras dos rotondas más.

-¡Mirad! Ahí a la izquierda hay un letrero que indica el camino hacia la masía Santa Bárbara –dice mi padre, concentrado en la conducción-. Vamos bien.

Papá gira y entramos en una calle sin tráfico. Estamos atravesando un tranquilo barrio de casas unifamiliares, unas muy lujosas y otras más antiguas. La calle ahora hace pendiente hacia arriba, lo que indica que nos dirigimos hacia la montaña. Mi padre comienza a hablar en tono ilustrativo.

-El nombre de la masía, el Rat Penat, significa murciélago en catalán. Es el sobrenombre que le pusieron a uno de sus propietarios. Un antepasado mío que era bandolero.

-¿Tenemos un antepasado bandolero? ¿Cómo los de las películas que tienes en casa? –pregunto entusiasmado. De repente algo me rescata del aburrimiento.

La inesperada noticia hace que de repente algo explicado por mi padre me parece interesante. Además, me encanta escuchar ese tipo de historias sobre esos hombres que asaltaban caminos. Nunca me han parecido tan malos como otro tipo de delincuentes; incluso me caen simpáticos, porqué casi siempre robaban a los ricos. Tratándose de un familiar mío, mi fascinación aumenta. Con mi padre he pasado muchas tardes de domingo viendo las pelis de una serie titulada Curro Jiménez, que echaban en televisión cuando él era joven. Compró toda la colección en dvd en un centro comercial pero nunca me habló de un antepasado bandolero.

-No es algo que nos deba llenar de orgullo –responde mi padre molesto por mi repentino arrebato de emoción, quitándome toda la ilusión de golpe-. Esa gente mataba y robaba. Eso pasó hace mucho tiempo, en el siglo XVII.

No respondo a mi padre, pero mi imaginación comienza a trabajar a destajo. De repente tengo ganas de llegar. Pienso en encontrar en la masía viejos baúles con recuerdos en su interior: cuadros, monedas antiguas y hasta trajes de la época e incluso armas.

Repentinamente mi padre para el coche al llegar frente a una enorme verja de forja que está abierta. Se ha terminado la calle pero continúa un camino al otro lado de la cancela junto a una oxidada prensa de vino instalada en una especie de plazoleta mal cuidada. A la izquierda comienza un camino de tierra con un letrero que indica que es un sendero señalizado con la leyenda de Anillo Verde; una cadena impide el paso. A la derecha hay una calle mal asfaltada, con enormes socavones, que parece no llevar a ningún sitio. Junto a la cancela hay un letrero con el nombre de la masía: Santa Bárbara. El rótulo contiene información sobre menús diarios, celebraciones y banquetes de todo tipo. Seguimos circulando en dirección a la masía, atravesando el cercado; ya solo se ve bosque. Una bajada conduce a una bifurcación. Mi padre duda y se decide por la de la izquierda porque junto a una pendiente muy fuerte ya puede verse la masía. Giramos y llegamos a una gran explanada con un letrero que indica que es el estacionamiento del restaurante. Hay aparcados dos coches y una furgoneta que me parece la misma que repostaba en la gasolinera. Nos paramos junto a ella y salimos del coche.

-Voy a preguntar aquí para que me indiquen el camino hacia el Rat Penat –dice mi padre dirigiéndose a las escaleras de acceso a la masía. Los peldaños son poco altos pero muy anchos y tiene que subir dando zancadas.

Un letrero que hay junto a un carro de madera pintado de rojo y reconvertido en macetero informa que la masía se construyó en el siglo X. Dos ancianos perros de andares penosos cruzan el aparcamiento mirándonos con indiferencia a mi madre y a mí; uno de ellos lanza con desgana un ladrido que no da miedo.

-Me gustan estos sitios rodeados de bosque por todas partes – dice mi madre respirando hondo-. Un día vendremos a ver qué tal se come aquí.

El edificio está muy bien conservado y sus dueños lo tienen muy limpio y con los setos bien recortados. Toda la fachada está pintada de color teja. Tiene un gran letrero con el nombre del restaurante y un dibujo de un sonriente señor que sujeta un porrón y va vestido con un traje típico y barretina en la cabeza. Miro a mi izquierda; puedo ver la ladera de la montaña. Abrigadas entre la espesa arboleda veo varias masías; de algunas sale humo por las chimeneas. Huele a leña quemada y me entra hambre imaginando una barbacoa de carne. Me pregunto si alguna de esas casas será la de mi bisabuelo. Mi padre regresa volviendo a bajar los peldaños a zancadas. Su cara dice que no ha habido mucha suerte.

-El encargado del restaurante dice que la masía del abuelo está siguiendo el otro camino de la bifurcación por la que hemos pasado –nos informa-, pero me ha comentado que está cerrado con una reja y un candado. Al parecer el abuelo ya no vive en ella, sino en una vieja casita del barrio de Marianao, que es el que hemos atravesado para llegar hasta aquí. Lo malo es que no ha sabido indicarme la dirección exacta. Tendremos que volver y buscarla nosotros.

Subimos al coche y damos media vuelta. Al salir del aparcamiento veo como alguien corre una cortina desde una de las ventanas del restaurante. Un hombre nos mira muy serio desde dentro, mientras los dos perros comienzan a aullar lastimosamente haciendo que me recorra un escalofrío.

Poco después volvemos a circular por el tranquilo barrio de casas unifamiliares. Mi padre conduce despacio. Él y mi madre miran cada uno por su lado hacia los portales de las casas, intentando descubrir algo que les ayude a encontrar la de mi bisabuelo. Cuando pasamos junto a las más viejas mi madre baja a mirar el nombre en el buzón. Está oscureciendo y pronto se hará de noche.

Supongo que por ser domingo no se ve a nadie por la calle. Mi padre no quiere molestar a ningún vecino y dice que esperará a que oscurezca antes de llamar a algún timbre para preguntar. De momento circula muy despacio casi apoyando la barbilla en el volante, mirando hacia los lados.

-¡Cuidado! –le grito de repente.

Mi padre da un volantazo y frena en seco.

-¿Qué pasa? –me pregunta girándose en su asiento.

-Casi atropellas a un hombre –respondo poniéndome de rodillas en el asiento mirando por la luneta trasera.

Mi padre se baja del coche muy preocupado.

-Ahí no hay nadie –exclama.

-Estoy seguro papá. Parecía un mendigo y llevaba un brazo pegado al cuerpo como si fuese inválido.

Mi padre se aleja unos metros del coche y regresa malcarado.

-Ahí no hay nadie. Venga, continuemos buscando la casa del abuelo –dice sentándose al volante y arrancando el motor.

-Pues yo estoy seguro de haberlo visto –apuntillo.

Esto hace que ambos se giren mirándome muy serios, sin pestañear. Hacía mucho que no me escuchaban esa frase. Desde niño he sido capaz de ver más allá de la realidad. No es que ahora no perciba de vez en cuando presencias fantasmales, solo que para no angustiarles no se lo digo a ellos. Les desvío la mirada mordiéndome el labio y se vuelven en sus asientos. Continuamos la búsqueda.

Vuelvo a mirar por la luneta trasera y de nuevo veo al mendigo. Sonriente me señala con su brazo sano hacia una destartalada casa.

-¡Es esa! –grito de repente sobresaltando a mis padres mientras señalo hacia una vieja casa de una sola planta con la fachada desconchada y rodeada de maleza.

-¿Esa? Pero si parece abandonada –dice mi madre.

Mamá tiene razón, su estado es realmente penoso.

-¿Cómo lo sabes? – pregunta mi padre volviendo a quitar el contacto al coche.

Me bajo del coche y me acerco hasta situarme frente a la cancela. La reja tiene soldado en el centro un murciélago con las alas abiertas. Lo señalo con el dedo mirando sonriente a mis padres que todavía no han salido del coche.

-Sí. Esta es –murmura mi padre que se ha acercado a mi lado mientras acaricia la figura. Su vidriosa mirada confirma que esa figura le trae viejos recuerdos.



3



El timbre que hay a la derecha está destrozado, con los cables sueltos y el abollado buzón tiene hasta telarañas.

-Dudo que alguien viva aquí. Ni siquiera se ve luz dentro –dice mi padre.

-¿Sabe el bisabuelo que venimos hoy? –pregunto.

-Le envié una carta hace más de un mes.

Miro el buzón y mi padre también. Al hacerlo comprende lo que quiero decirle con la mirada: que tal vez haga años que no se abre. Levanta la tapa y mete la mano dentro. De entre una aglomeración de folletos publicitarios saca la carta que se supone que su abuelo debiera haber leído. El sobre tiene rodales amarillentos, ya que seguramente ha llovido mientras esperaba ser sacada y el agua ha entrado por cualquiera de las aberturas de la desencajada tapa. Suspira, mira a izquierda y derecha y me dice:

-Tendremos que buscar un lugar donde pasar la noche. Mañana le buscaremos con más calma.

Nos dirigimos al coche donde nos espera mi madre. Una vez dentro y justo cuando mi padre quitaba el freno de mano y comenzaba la marcha algo desde la casa me llama la atención.

-Hay luz adentro –les digo.

Mi padre frena y todos miramos hacia la casa.

-Tienes razón –dice mamá.

Es una luz débil. Por su reflejo tembloroso parece proceder de una vela encendida y no de una bombilla. Nos bajamos del coche y volvemos junto a la casa. Ya ha oscurecido. Mi padre grita el nombre de su abuelo. Una, dos, tres veces. Nos mira y se encoje de hombros; nadie responde. De repente escuchamos como se abre la puerta. El porche de la casa y la noche hacen que la oscuridad junto a ella sea total, aunque no tanto como para poder distinguir la presencia de una silueta menuda. Mi padre llama a su abuelo. Reconozco que me sobrecojo al ver acercarse a un hombre mayor que avanza unos pasos hacia nosotros sujetando un candil. Se detiene a medio camino. Es muy delgado, con muchas arrugas en la cara y el pelo totalmente blanco. Tiene unas espesas cejas también blancas y una mirada de esas que dan más miedo cuando el movimiento de una llama se refleja en ella a causa de las bolsas bajo sus hundidos ojos. Me recuerda al portero de la casa del terror del parque de atracciones que tanto me impresionó cuando mis padres me llevaron al acabar el cole. Abrazo con fuerza a mi madre por la cintura; ella pone su protectora mano sobre mi cabeza.

-¿Qué diablos quieren ustedes? –pregunta el anciano con voz gastada pero amenazante.

-Hola abuelo –responde mi padre levantando la mano con la que sujeta la carta-. Soy Miquel, tu nieto ¿no me reconoces? Te envié una carta que por lo que veo no has leído, en la que te informaba que este año habíamos decidido venir a pasar las vacaciones contigo. Pretendíamos alojarnos en la vieja masía de la familia.

-Largaos de aquí –dice mi bisabuelo señalando con su retorcido dedo hacia el final de la calle-. El estado en que se encuentra la masía no permite que sea habitada.

A continuación se da la vuelta con intención de regresar al interior de la casa.

-¡Tenemos más de tres horas de camino hasta Valencia! –Protesta mi padre-. Es de noche, no hemos cenado y mi hijo solo tiene doce años.

-Hola –digo queriendo parecer agradable-. Me llamo Blai.

El bisabuelo, que ya casi estaba a punto de cerrar la puerta, se para en seco. Se gira, vuelve a salir de la casa, y comienza a caminar hasta la verja con paso más rápido de lo que imaginaba que fuese capaz de andar. Al ser un bisabuelo pensaba que le costaría más, incluso lo había imaginado en silla de ruedas. Cuando está justo enfrente de nosotros saca el candil por entre los barrotes de la verja y la pone cerca de mi cara. Me estremezco intimidado por su profunda mirada. Me mira muy serio, y sin decir palabra, saca una gran llave del bolsillo con la que abre la cancela que chirría tanto que me da dentera. En silencio, se da la vuelta y comienza a caminar hacia la casa, indicándole a mi padre que cierre la verja de golpe. Mientras le seguimos vuelvo a escuchar a lo lejos como aúllan varios perros; imagino que habremos alterado la calma habitual de estas horas.

Entro en la casa con la respiración contenida, agarrado con fuerza de la mano de mi madre. Nada más entrar accedemos a una sala principal rodeada de puertas. Huele a caldo y todo está muy oscuro. Mi madre se presenta educadamente, pero el anciano no le hace mucho caso. El bisabuelo deja el candil sobre la mesa de lo que parece el comedor, entra en otro cuarto y no cierra la puerta, permitiendo que entre algo más de luz. Así puedo ver mejor donde estamos. Enfrente veo otras dos puertas y a la izquierda dos más que supongo que deben ser el baño y tres dormitorios. El olor a sopa se hace más intenso por lo que deduzco que ha entrado en la cocina. Algo se me enreda entre las piernas asustándome. No puedo verlo porqué la luz no ilumina suficientemente el suelo. Me aparto de un salto pero no me libero de lo que sea, que además produce algo parecido a un gemido. Inquietado por desconocer de qué puede tratarse, me abrazo a mi madre.

-No te asustes –me dice-. ¿No ves que es un perrito?

Se agacha y comienza a acariciarlo. Le veo mejor ahora que mi vista se ha ido acostumbrando a la oscuridad. Mi madre me anima a acariciarlo. Se ha puesto panza arriba y le está rascando la tripa.

-Es un yorkshire toy –dice mamá que sonríe mientras juguetea con él. Siempre le han gustado los animales, es veterinaria. Dejó el trabajo cuando yo nací. A mí los bichos no me gustan demasiado, por lo que le hago una pequeña caricia debajo del cuello por quedar bien, y enseguida me aparto.

-Hola yorky –sigue jugueteando mi madre con él, que ladra contento mientras con las patas delanteras le abraza la mano para morderle los dedos sin apretarle. Está jugando con ella.

-Se llama Bat –dice el bisabuelo saliendo de la cocina con dos humeantes tazones de caldo. Los deja sobre la mesa del comedor y regresa a la cocina; al poco sale con otros dos-. Sentaos a cenar.

-No queremos causarte…

-Que te calles de una vez y comas antes de que se enfríe –interrumpe el bisabuelo a mi padre.

Nos sentamos alrededor de la mesa, mientras Bat se acuesta en una camita de tela que tiene en un rincón. De una cómoda el bisabuelo saca unos cubiertos sin brillo que reparte entre nosotros. Después pulsa un interruptor y enciende una bombilla sin lámpara, situada sobre la mesa. Ahora puedo ver algo mejor el mobiliario y la decoración de la casa. Los muebles se parecen a los de unas de una de esas casas que salen en las películas del oeste. Me llama la atención ver sobre una repisa varios retratos que imagino que deben ser de antepasados nuestros. Sobre la cómoda de la que ha sacado los cubiertos veo un escudo de armas con el dibujo de un murciélago, con dos espadas cruzadas formando una equis. También veo una estantería repleta de algo que me encanta: libros. Hay un montón y por el aspecto de sus lomos deben tener muchos años, a lo mejor hasta siglos. Por último, justo enfrente, veo una chimenea con aspecto de no utilizarse nunca y junto a ella una vieja mecedora con una manta doblada en el apoyabrazos.

-¿Qué habéis venido a hacer aquí después de tanto tiempo? –nos pregunta sin levantar la mirada del plato.

-Verás abuelo –responde mi padre-. Me he quedado sin trabajo y no podemos gastar mucho en las vacaciones. Pensé que sería buena idea venir a pasarlas aquí, contigo. No queremos ser una carga; los días que estemos, los gastos correrán de nuestra cuenta por supuesto. Además, podrías enseñarle al niño la masía de la familia y contarle esas historias de piratas y bandoleros que me explicabas de niño.

Mi padre calla y mira expectante a su abuelo. Mi madre también lo hace, esperando una respuesta que tarda en llegar. Parece ignorarles mientras no deja de sorber sopa a cucharadas. De repente, levanta sus espesas cejas y me mira durante un momento para volver a concentrarse en el plato de caldo.

-Está bien. Podéis quedaros, pero tendréis que respetar una serie de normas. No me gusta que nadie perturbe mis hábitos diarios.

-Descuida abuelo, no lo haremos. Seremos como fantasmas.

El abuelo deja caer ruidosamente la cuchara en el plato y levanta la mirada de repente mirando fijamente a mi padre. Parece enfadado por el comentario.

-Ten cuidado con lo que dices. No se puede hablar de fantasmas con tanta ligereza –le abronca señalándole con su arqueado dedo anular.

A lo lejos escucho aullar de nuevo a los perros. Esto y el tono en que le ha hablado a mi padre consiguen atemorizarme. El abuelo mira hacia una ventana; parece que también ha escuchado los aullidos.

-Y menos en nuestra familia –añade acabando de apurar el tazón de caldo.

-Bueno. Mañana nos pondremos manos a la obra –dice mi padre, quitando importancia a las palabras de su abuelo-. Iremos al supermercado y llenaremos la nevera y la despensa. También compraré algunas lámparas más para que esto deje de parecer la casa de Drácula.

-Me gusta esta iluminación –protesta el abuelo-. He dicho que dejo que os quedéis siempre y cuando no metáis las narices donde no os llaman. Haced las cosas de día que es cuando entra la luz del sol. Cuando anochezca, todos a dormir.

-Bien, entendido –responde papá-. Dime cual es nuestro dormitorio. Iré a sacar las maletas del coche.

El abuelo que se ha puesto en pie para recoger su servicio señala con la cuchara en dirección a dos puertas contiguas.

-Si el niño quiere dormir solo podéis utilizar las dos. Mi dormitorio es ese otro de ahí.

Mi madre me pregunta y yo contesto que prefiero dormir en una habitación propia. Mi padre sale a descargar del coche nuestras cosas, mientras mi madre ayuda a recoger la mesa. A continuación entra en el dormitorio a preparar las perchas para colocar nuestras prendas en los viejos armarios cuyas bisagras chirrían al abrirse. En el último viaje mi padre entra sus pertenencias. Una de ellas llama en especial la atención del abuelo.

-Es mi arco –informa mi padre-. Sabes que fui campeón de España y subcampeón del mundo de tiro. Me lo he traído pensando que podría acercarme al bosque y buscar una buena explanada donde colgar esta diana de un árbol ¿Será posible?

-Te llevaré a una que te gustará.

Entro en mi habitación y enciendo la luz; otra desamparada bombilla sin lámpara, igual que en el resto de la casa. Alumbra lo suficiente como para evitar tropezarse con la cama y un butacón de asiento y respaldo de cuero sujeto con gruesos remaches a una gruesa estructura de madera; por su aspecto igual perteneció a alguno de los tres mosqueteros. Junto con el viejo armario de madera maciza y una mesilla de noche, componen el único mobiliario del dormitorio. Me subo a la cama situada junto a una ventana provocando el agudo quejido de los muelles del somier. Miro a través de ella. No veo nada, afuera todo está muy oscuro. Me da un escalofrío y cierro la cortina. Sin quitar la colcha me siento con las piernas cruzadas y empiezo a leer un libro de Hegel, un filósofo cercano a las teorías de Descartes y que sostenía la hipótesis de que “todo lo real es racional, y todo lo racional es real”. Suerte que me he traído mi pinza con luz para poder leer. Por el olor que me llega, detecto que mis padres están tomando café con el bisabuelo. Escucho el murmullo de su conversación, pero sus voces no llegan con la nitidez suficiente como para entender de qué pueden estar hablando. Oigo un chirriar de bisagras y miro hacia la puerta del dormitorio que había dejado entornada. Se abre como si alguien la empujase desde el otro lado pero no entra nadie. Recuerdo el comentario del bisabuelo sobre los fantasmas y trago saliva asustado. No puedo ni pestañear. De repente una sombra salta desde el suelo sobre la cama, es pequeña y da saltos de un palmo. Suelto el libro y doy un bote hacia atrás, golpeándome en la espalda con el cabezal de hierro forjado de la cama. La sombra salta sobre mí. Me tranquilizo cuando reconozco a Bat que viene en busca de juego.

-Menudo susto me has dado muchacho –le digo mientras le acaricio la tripa. El dichoso bicho está empezando a caerme bien.

Bostezo. Mamá me ha dejado el pijama sobre el respaldo del butacón. Me lo pongo y me meto en la cama. Bat se enrosca a mis pies. Le doy las buenas noches y me quedo dormido imaginando historias de bandoleros protagonizadas por mis antepasados.





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